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martes, 19 de abril de 2011

"El paquete de galletas"

Aquella tarde, cuando ella llegó a la estación, le informaron de que el tren en que viajaba se retrasaría casi media hora. La elegante señora, bastante contrariada, compró una revista, un paquete de galletas y una botella de agua. Se dirigió hacia el andén central, justo donde debía llegar su tren, y se sentó en un banco, dispuesta para la espera.
Mientras hojeaba su revista, un chico joven se sentó a su lado y comenzó a leer el periódico. De pronto, la señora observó con asombro que aquel muchacho, sin decir una palabra, extendía la mano, agarraba el paquete de galletas, lo abría y comenzaba a comerlas, una a una, despreocupadamente. La mujer se sintió bastante molesta. No quería ser grosera, pero tampoco le parecía correcto dejar pasar aquella situación o hacer como si no se hubiese dado cuenta. Así que, con un gesto manifiesto, quizá exagerado, tomó el paquete, sacó una galleta y se la comió manteniendo la mirada de aquel chico.

Como respuesta, el chico tomó otra galleta e hizo algo parecido, esbozando incluso una ligera sonrisa. Aquello terminó de alterarla. Tomó otra galleta y, de modo aún más ostensible, se la comió manteniendo de nuevo la mirada a aquel muchacho tan atrevido. El diálogo de miradas y pensamientos continuó entre galleta y galleta. La señora cada vez más irritada, y el muchacho parecía estar cada vez más divertido.

Finalmente, cuando ya sólo quedaba la última galleta, ella pensó: «No podrá ser tan descarado». El chico alargó la mano, tomó la galleta, la partió en dos y ofreció la mitad a la señora. «¡Gracias!», dijo la mujer, intentando a duras penas contener su enfado.

Entonces el tren anunció su llegada. La señora se levantó y subió hasta su asiento. Antes de arrancar, desde la ventanilla todavía podía ver al muchacho en el andén y pensó: «¡Qué insolente, qué mal educado, qué será de este país con una juventud así!». Sintió entonces que tenía sed, por las galletas y quizá por la ansiedad que aquella situación le había producido. Abrió el bolso para sacar la botella de agua y se quedó petrificada cuando encontró dentro del bolso su paquete de galletas intacto.

Los juicios demasiado rápidos No es infrecuente que nos suceda esto. Hacemos juicios rotundos, implacables, incuestionables..., pero con un pequeño detalle: están fundamentados sobre un dato que hemos supuesto pero que luego resulta equivocado.

Muchas personas tienden a hacer ese tipo de juicios de modo habitual. Presuponen con gran facilidad la mala acción o la mala intención ajena, construyen enseguida una explicación de lo que creen que sucede o ha sucedido, y deducen una rápida conclusión que luego les cuesta mucho variar. Son personas que suelen manifestar un exceso de seguridad, una especial predilección por las evidencias que no son tales, y una gran velocidad de juicio, sobre todo cuando se trata de malinterpretar lo que hacen los demás. Es un fenómeno que suele ir asociado al victimismo, pues quien se ha acostumbrado a pensar mal de los demás suele ceder pronto a la comodidad del papel de víctima, que, aunque sea triste y amargo, ofrece la seguridad de las explicaciones maquinativas y de las conclusiones irreductibles.

Si con demasiada frecuencia las cosas nos parecen evidentes e intolerables, debiéramos tener el valor de preguntarnos de vez en cuando si realmente nuestras ideas son tan claras y tan comprobadas como pensamos, si otorgamos a los demás al menos el beneficio de la duda y, por último, si nosotros mismos resistiríamos unos juicios tan demoledores como nosotros hacemos de los demás.

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